Iniciamos este año una serie de publicaciones de
asociados y miembros cooperantes sobre temas diversos, relacionados con la
creatividad literaria y producción científica o desarrollo del conocimiento. Es
un nuevo campo en el que el blog se convierte en una buena herramienta de
comunicación para los asociados, simpatizantes y público en general interesados
en los temas publicados.
En esta primara publicación damos paso a Mud
Nociego, que es el seudónimo con el que firma sus escritos un compañero asociado,
que nos ofrece este interesante relato basado en una vivencia personal.
MANUEL Y
MANUELA
Autor: Mud
Nociego
He pasado una breve y obligada estancia
hospitalaria. Cuando me instalo en la habitación múltiple que me asignan, un
octogenario ocupa la cama contigua. A él lo acaban de ingresar de urgencia. Me
recuerda a mi padre.
Es un hombre de campo afable, “laurino”, que, a
pesar de ser “alfabeto” como él dice, sabe expresarse con la claridad que da
una viva inteligencia natural y el dominio de una sabiduría popular, llena de
sentencias y juicios, que ya quisieran para sí muchos “letrados”. Unas
cataratas de las que le operaron hace un cuarto de siglo, aunque quizá más las
necesidades de hacer frente a los afanes de la vida, fueron las causas por las
que no aprovechó las campañas de alfabetización para mayores en el pasado. De todas
maneras el cultivo de la memoria de la que hace gala, como forma de compensar
esas carencias, no creo que le haya hecho sentirse menos que los demás a lo
largo de su vida. Pero de estas circunstancias me enteré después.
Durante los días que hemos compartido contigüidad de
incertidumbres y dolores, su hija y sus dos nietas se han turnado no dejándolo
solo en ningún momento. A la mañana siguiente de nuestro encame común me
operan. A él le están haciendo poco a poco el protocolo preoperatorio. Esa
tarde oigo que le dice a su hija:
- Y el hombre de la moto ¿cómo está?.
Ésta había pasado casi toda la noche en vela
atendiendo las preguntas de su padre. Unas llenas del despiste propio de los
mayores ante el brusco cambio; otras intencionadas para confirmar la compañía
de un ser querido ante el temor a la soledad en ese ambiente extraño. Por
consiguiente, creyó que era un despiste más y no entendía la pregunta.
-¿Qué hombre de qué moto, papá?
-El hombre de la moto soy yo, -dije-. Me llamo,
Rafael y me encuentro bien.
-Y yo Manuel para servirle- contestó a su vez con
una sonrisa socarrona dirigida a su hija como diciéndole “no te enteras de
nada”.
La semana anterior a mi ingreso en el hospital yo me
había caído de la moto sin más consecuencias que una molesta erosión en la
rodilla, y la mantenía al aire para evitar el roce con la sábana. Manuel había
captado algún comentario que hice con mi mujer al respecto e, interesado por el
resultado de mi operación y ante mi falta de delicadeza por no haberme presentado
al llegar al hospital, me había bautizado como “el hombre de la moto”.
Aquello me hizo caer en la cuenta de mi
incorrección, pues en esas circunstancias, preocupado por mi salud, no había
mostrado el mínimo interés ni por saber cómo se llamaba quien estaba a mi lado.
Además, ¡qué podía tener yo en común con Manuel!
A raíz de algo que vimos en la televisión que
compartimos surgió el tema del flamenco y empezamos a discutir que si el más
grande era Marchena o Mairena, que si tal que si cual. Del flamenco pasamos a
la copla, a la geografía del cante y a la de España, a las “españoladas” del
cine de los cincuenta y sesenta.... Habíamos encontrado puntos comunes de
interés sobre los que llenar las largas horas de convalecencia. Yo le
preguntaba cosas de su vida y él me contaba sus batallitas. A mi vez, le
contaba las mías.
Y me habló de su mili que hizo en Rosas “al lado de
Francia”, después de una escala en Viator a donde lo llevaron en barco. Se
había quedado “en puertas” de ir a la guerra, pues había nacido en el 21. Yo le
hablé de la mía y de El Copero en Sevilla.
– A donde se llegaba montando en una barcaza para
pasar el río - dijo Manuel.
– El Guadaira. Y además la barcaza era de hierro
-corroboré yo.
– Correcto -apostilló Manuel.
Y me habló de su pueblo, Alhaurín el Grande, de su
pasado moro y de los mil y un lugares bonitos que conocíamos de Málaga o de
Andalucía.
Cuando hacía alguna afirmación que yo confirmaba, él
la apostillaba con su –“correcto”- acompañado con una leve sonrisa picarona
dirigida a su hija o a la nieta que lo acompañaba en ese momento, como
diciéndole: “Tu qué te crees, que ¿por ser “alfabeto‟ yo no sé muchas cosas?”.
Una intensa corriente de simpatía y de calor humano
se estableció entre nosotros. Él me recitaba coplillas populares, yo le
correspondí con algún que otro romance de García Lorca que me sé de memoria.
Para mí ha sido como revivir las últimas semanas que
mi padre pasó en el hospital antes de morir. Quiero creer que Manuel quizá
llenó conmigo, durante las horas de forzada convivencia, el vacío de una cierta
añoranza del hijo que no tuvo.
La víspera del día en que me dieron el alta, Manuel
tuvo una descompensación que lo puso en estado comatoso. Rápidamente fue
atendido, y sus quejidos ante los inevitables pinchazos a la búsqueda de la
vena que pudiera facilitar una rápida medicación, me llegaron al alma. Me
volví de espaldas para llorar.
Lo estabilizaron y cuando despertó al cabo de un
buen rato sus primeras palabras fueron: -Rafael, ¿cómo van los dolores de
cabeza?- (Por las mañanas al levantarme de la cama yo me quejaba de dolores en
el cuello y cabeza, secuelas de la anestesia epidural).
Había sido plenamente consciente de lo que le había
ocurrido pues después describió los síntomas que tuvo. Incluso se permitió la
humorada de afirmar: “He estado más p‟allá que p‟acá”. Y, sin embargo, lo
primero que hace al salir de esa situación es preguntar por mi salud. Aquello
me desarboló completamente.
Y mientras Manuel mantiene su lucha particular cola
atenta y cariñosa solicitud de Isabel, Laura y Rocío, en la habitación de
enfrente Manuela, otra octogenaria, reclama, con insistentes timbrazos por el
día o por la noche, con una voz llena de una energía asombrosa para su estado y
fragilidad, la atención permanente de médicos, enfermeras, auxiliares y de cualquiera que pase frente a su habitación, la mayor
parte de las veces con fútiles excusas, pretendiendo una compañía permanente,
que obviamente no se le puede prestar, ante el terror que le produce enfrentarse
en soledad a la muerte.
- ¡Qué familia más buena tengo!, ¿verdad Rafael? -me
dice mi compañero.
- ¡Claro Manuel! Uno recoge lo que ha sembrado en la
vida –le respondo.
He salido del hospital con la salud en vías de
recuperación. Pero, sobre todo, reconfortado espiritualmente. De haberme
operado “por lo privado”, con habitación individual, me habría privado del
enorme enriquecimiento personal que para mí ha supuesto conocer a Manuel.
Todavía existen personas, grandes hombres, como
Manuel, que no siendo “letrados” tienen la sabiduría verdadera que se necesita
para afrontar la vida. Una sabiduría que no se aprende en las aulas sino que
nace de la bondad del corazón. Y en este mundo que nos ha tocado vivir mientras
más conocemos y más tenemos de todo menos sabemos y más carencias presentamos
de lo que realmente importa que es saber vivir y morir con dignidad.
¡Ánimo Manuel! que pronto me tiene Vd. que invitar a
ese cafelito con los bollos de aceite que tanto me gustan de su pueblo.
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